viernes, 27 de marzo de 2009

Espejos



Krísis, onomatopeya de rasgadura. Sonido que resuena en los mercados del mundo entre pantallas pitagóricas y negros trajes económicos. Crisis de un mundo donde el rol económico deviene sustancia, en sí del sujeto humano. Crisis, rasgadura del ser. Crisis en la estereotipia perversa de los medios, cambalache transhistórico: “…lo mismo un chorro que un gran profesor…”. Crisis de una educación cuya concreción institucional y pública ya no ocupa el locus primarius, desplazada por una educación mediática, himnopédica.

A menudo vemos que cuando el poder de una minoría privilegiada asimila y torna funcional a sus intereses un fenómeno popular y revulsivo (los piquetes del campo son un caso paradigmático), ésta se convierte, metonímicamente, en la expresión de todo un pueblo para los mass media. Ahora bien, cuando los que rasgan la ruta son los hijos desheredados del negocio petrolero, o los ocupas de “propiedades” inútiles e inhabitadas, o los obreros que se hacen dueños de su trabajo, o el cuerpo educativo ulcerado por el poder; cuando son brazos, pieles e ideas las que se cuecen al sol peleando por una causa justa, aparecen las voces mediáticas catalogando estas luchas como coartaciones del sacro derecho al trabajo. Resuenan, entonces, aquellas oscuras y siempre anónimas palabras inscriptas en las puertas de Auschwitz: “El trabajo os hará libres”. De esta manera, por oposición, o más bien por omisión, la Huelga se torna oprobio, infamia, y el ejercicio crítico una falla del capital.

Sin embargo, en la estepa patagónica, cuerpos y no roles, sujetos y no números territorializan el hastío con su piel como única barricada, última frontera de mujeres y hombres que desangran sus sueños sobre un asfalto dantesco, de hombres y mujeres que han decidido no “criar” una manada sumisa para gobiernos corruptos, de docentes que han decidido enseñar sobre la dignidad humana con su acción y su propio cuerpo.

Ha brotado una línea de fuga que a pesar de su inestabilidad interna, de su inercia entrópica, de la invisibilidad a la que se le quiere condenar, nos insta a realizar una de las miradas más incómodas que puede llevar a cabo un individuo, la mirada hacia el interior, ahí donde debe plantearse la primera crisis, la primera rasgadura, la primera barricada. Ha acaecido una territorialización corporal que plantea paradójicamente la desterritorialización de la inercia colectiva, del conformismo borreguil; que descubre los temidos espejos internos, y que más allá de la lucha colectiva retoma una vieja matriz revolucionaria pocas veces explicitada, una etimología sistemáticamente obturada: el hecho de que toda “revolución” (algunos inevitablemente temblarán ante esta “mala palabra”), entendida como línea de fuga de un status quo opresivo, por naturaleza siempre será interna.